Es imperante que el poder económico no prevalezca sobre el poder político
Los escándalos de corrupción que han sacudido a América Latina por los casos de la empresa Odebrecht y las sospechas de blanqueamiento de fondos que en España envuelven al rey Juan Carlos han puesto nuevamente de manifiesto el papel del dinero en la política.
Mientras el rey emérito es acusado de blanquear dinero en Suiza, el ex director general de Pemex ha involucrado a Enrique Peña Nieto y a Luis Videgaray en una supuesta red de corrupción que involucra a destacados personajes de la clase política mexicana, en el contexto de la promulgación de importantes reformas constitucionales que llevaron al presidente Peña a la portada de la revista Time con el titular “Saving Mexico” en febrero de 2014.
La infame presencia del dinero en la política no es exclusivo de los países en desarrollo ni de una región particular del planeta, sino que lacera todas las democracias alrededor del mundo; desde Capitol Hill, hasta los pasillos de la Comisión Europea pasando por Los Pinos ¿o Palacio Nacional? y por el Palacio de la Zarzuela. En el caso de los Estados Unidos, la elección de Kamala Harris como candidata a la vicepresidencia -quien fuese fiscal estatal de California- reitera la necesidad pública de la defensa del interés público.
Sin embargo, la corrupción política no se limita al lavado de dinero o al ocultamiento de fondos millonarios en Suiza, Luxemburgo o Islas Caimán, sino que se extiende al cabildeo político de las grandes corporaciones. Poderosos intereses privados realizan tareas de lobbying con el propósito de desvirtuar los procesos democráticos en favor de la protección de sus intereses, desde la adjudicación directa de contratos hasta la promulgación de leyes laxas y la desregulación de industrias cuyas actividades atentan contra el interés general.
El dinero y los intereses privados merman los procesos democráticos mediante la intervención de directivos de empresas frente a legisladores y tomadores de decisiones para favorecer a unos cuantos en detrimento del interés público.
Por lo anterior, es imperante que el poder económico no prevalezca sobre el poder político, tal y como ha expresado López Obrador numerosas veces en sus discursos. Sin embargo, la corrupción no se combate con sermones mañaneros, ni con la evocación de pasajes del Evangelio, sino con la reedificación de la confianza ciudadana en los procesos políticos, en la construcción de consensos y en la consolidación de instituciones fuertes que protejan el interés nacional.